Opinión Por Pedro Pesatti (*) 15/04/2025

El 1 por ciento y la rabia

Vivimos una era singular en la historia de la civilización, marcada por una paradoja que desafía la lógica social y política. Por un lado, presenciamos la acumulación de fortunas a una velocidad y escala sin precedentes, sin registros comparables en el pasado, personificada en figuras como los magnates tecnológicos, cuyo patrimonio individual puede superar el Producto Bruto Interno de naciones enteras. En pocos años, individuos como Elon Musk han amasado riquezas que empequeñecen las de los barones industriales, los monarcas del pasado o las grandes oligarquías terratenientes.

Esta vertiginosa concentración en el “1 por ciento” —como se ha dado en llamar a los supermillonarios de este tiempo— no es un fenómeno estático: su riqueza tiende a crecer exponencialmente. La pandemia de COVID-19, que pudo haber sido una experiencia de fragilidad compartida, terminó acelerando esa dinámica regresiva. Mientras casi cinco mil millones de personas vieron deteriorarse sus condiciones de vida, los cinco hombres más ricos del mundo –Elon Musk, Bernard Arnault, Jeff Bezos, Larry Ellison y Warren Buffett– duplicaron su fortuna. A nivel global, el 1 % más rico acaparó el 63 % de la nueva riqueza generada entre 2019 y 2021. Es decir, la crisis que paralizó al planeta fue una oportunidad extraordinaria para quienes ya detentaban el poder económico.

Es lógico, en consecuencia y en agudo contraste, que una vasta porción de la sociedad experimente una creciente sensación de estancamiento y desesperanza. El horizonte del futuro parece clausurarse para muchos. La promesa de progreso, la idea de que el mañana será necesariamente mejor que el hoy a través del esfuerzo y el trabajo, se desvanece. Predomina la sensación de que las oportunidades son escasas, el empleo precario y que la movilidad social ascendente es una ilusión reservada para unos pocos privilegiados. Esta percepción no es mera subjetividad; se ancla en realidades como la precarización laboral, el aumento del costo de vida y la dificultad para acceder a bienes básicos como la vivienda o una educación de calidad que garantice mejores perspectivas.

Y aquí reside la cuestión central: esta brecha obscena y creciente entre la cúspide opulenta y una base social frustrada no genera, como cabría esperar, una rebelión directa contra las estructuras o los individuos que encarnan esa concentración extrema. No hay una articulación masiva del malestar que señale a ese “1 por ciento” como el origen de la falta de oportunidades. La frustración existe, es palpable, corroe el tejido social, pero su manifestación resulta errática y desviada. Los individuos se sienten quebrados, ansiosos, despojados de expectativas, pero la fuente de su descontento rara vez se identifica con la cima de la pirámide social.

¿Por qué esta aparente apatía o ceguera ante la desigualdad estructural? Convergen múltiples factores. Primero, la naturaleza misma de esta nueva riqueza. A menudo es abstracta, ligada a lo digital, a flujos financieros globales, a innovaciones disruptivas cuya conexión con la economía real y el bienestar cotidiano es difícil de rastrear para el ciudadano común. La riqueza de Musk no se percibe como directamente extraída del bolsillo del trabajador, como sí se percibía la del dueño de una fábrica textil en el siglo XIX. Hay una distancia física y conceptual que dificulta la atribución de causalidad directa.

Paradójicamente, el “1 por ciento” cuenta incluso con el apoyo de vastos sectores populares en su propósito de pagar cada vez menos impuestos. Sectores que, a su vez, necesitan y demandan un Estado que pueda protegerlos, aunque al mismo tiempo lleguen a aplaudir su desmantelamiento y el gesto sádico de un Elon Musk aferrado a su motosierra de fabricación argentina.

Segundo, opera una poderosa maquinaria ideológica que exalta el individualismo, la meritocracia y el sueño del éxito personal. Se nos bombardea constantemente con narrativas de emprendedores geniales que “crearon” su fortuna de la nada, obviando las estructuras, los capitales iniciales, las redes de influencia y, a menudo, la explotación o la elusión fiscal que subyacen a tales éxitos. Esta narrativa fomenta la internalización del fracaso: si no progreso, es culpa mía, no del sistema. Se admira al rico, incluso se aspira a ser como él, desactivando la crítica sistémica.

Tercero, y como consecuencia de lo anterior, el malestar necesita una válvula de escape, y la encuentra en lo cercano, en lo visible, en lo percibido como competencia directa por recursos escasos. Es aquí donde la frustración se deforma y se dirige hacia el más débil o el diferente. El inmigrante que “quita el trabajo”, la minoría que “recibe ayudas”, el vecino que logra una mejora mínima —cambiar un auto usado por otro menos viejo— se convierten en depositarios de una rabia que inhabilita mirar hacia arriba. Resulta más fácil culpar al par, al extranjero, al que disputa las migajas, que cuestionar a quien acumula el festín entero. Este mecanismo de desplazamiento es funcional al mantenimiento del statu quo: divide a los de abajo y protege a los de arriba.

Esta dinámica perversa genera una sociedad fragmentada, donde la solidaridad se erosiona y es reemplazada por la sospecha y el resentimiento horizontal. La energía social que podría encauzarse en demandas de justicia redistributiva, de mayor equidad fiscal o de regulación del poder corporativo, se disipa en conflictos menores, en la búsqueda de chivos expiatorios. Se normaliza la desigualdad extrema, mientras se magnifica la mínima diferencia con el más cercano.

En conclusión, la sociedad contemporánea experimenta la desigualdad de una manera fracturada y paradójica. La acumulación sin parangón en la cima coexiste con una desesperanza extendida en la base, pero esta tensión no cataliza una confrontación directa con el origen de la disparidad. Factores como la abstracción de la nueva riqueza, la hegemonía de la ideología individualista y meritocrática, y los mecanismos psicológicos de desplazamiento del malestar hacia los más vulnerables y cercanos, explican por qué la creciente brecha económica no se traduce en rebelión, sino en una corrosiva frustración internalizada y una peligrosa búsqueda de culpables en el espejo lateral o inferior, nunca en los más ricos.

Es una fractura silenciosa que amenaza la cohesión social y la promesa misma de un futuro más humano y compartido.

(*) Vicegobernador de Río Negro