Formas y pedagogía de la crueldad
Cada vez que hablamos, no solo comunicamos un contenido, sino que también modelamos una conducta y proponemos un modo de relación. El lenguaje, por lo tanto, trasciende su función de mero vehículo informativo: es, ante todo, una herramienta que performa la realidad y define la naturaleza de nuestros vínculos. Tal como postularon J.L. Austin y John Searle con su teoría de los actos de habla, decir algo es, inseparablemente, hacer algo. Esta dimensión performativa es la clave para entender que las formas no son un aspecto secundario de la comunicación, sino la estructura misma que condiciona el comportamiento individual y colectivo. Ignorar este principio de la interacción humana es el primer paso hacia la degradación del pacto social.
En este contexto, Argentina ofrece un caso de estudio paradigmático, cuyo terreno fue abonado durante décadas en la esfera mediática. Formatos televisivos de éxito masivo, como los de Tinelli, consagraron el bullying, la burla y la humillación sistemática como materia prima del entretenimiento. Más tarde, programas como Intratables o Animales Sueltos llevaban implícito en su nombre el tipo de interacción que promovían: el conflicto irresoluble, la confrontación visceral. Noche tras noche, esta pedagogía de la crueldad emitida en horario central normalizó la descalificación como herramienta de debate, dejando una huella profunda en el tejido social. Esta erosión de la civilidad preparó, educó y encontró su culminación lógica en la figura presidencial de Javier Milei. Su estilo comunicativo no es una excentricidad, sino la puesta en escena de una conducta largamente ensayada en la cultura popular: la anulación del adversario. Sus palabras son actos de habla destinados a someter y clausurar el diálogo mediante el insulto. Por consiguiente, el peligro sistémico reside en que esta conducta se universalice, pues si cada ciudadano adopta como norma que el disenso debe ser aplastado, la vida en sociedad —que se basa en la negociación y el reconocimiento del otro— se desintegra. Estaríamos condenados a una guerra de todos contra todos, cuya única conclusión previsible es la violencia
Este desdén por las formas ha ganado un terreno alarmante, y el fenómeno ya no se limita a una sola figura. Han surgido imitadores que, por convicción o cálculo, replican el estilo, asumiendo que un vasto sector de la población ya no distingue entre firmeza y grosería. Sin embargo, quienes creen que la fuerza bruta del mensaje puede prescindir de la estructura que lo contiene, ignoran una ley fundamental. Pensemos, por ejemplo, en un avión: no vuela solo por la potencia de sus motores. Vuela, ante todo, porque tiene forma de avión: un diseño aerodinámico que le da sustento. Mil motores aplicados a un cúmulo informe de metal no lograrían despegar del suelo. La sociedad funciona de la misma manera. Las "formas" —el respeto a las instituciones, las normas de cortesía, la presunción de buena fe del interlocutor— no son debilidades ni lujos prescindibles. Son la estructura aerodinámica que permite a una comunidad con intereses diversos "volar"; es decir, avanzar en convivencia pacífica y en progreso material.
Por todo esto, gobernar y comunicar a pura fuerza bruta, ignorando la arquitectura de la civilidad, es como intentar que un avión vuele arrancándole las alas; la caída es solo cuestión de tiempo. Nuestro gran desafío colectivo es reconocer que esas "formas", que algunos desprecian como un lastre, son en realidad lo único que nos sostiene. Debemos comprenderlo antes de que el estruendo de un impacto inminente nos silencie para siempre.
(*) Vicegobernador de Río Negro