







Los mapas de la política tradicional mantienen, desde los tiempos más pretéritos, una geometría lineal que sitúa a la izquierda y a la derecha en polos opuestos, sugiriendo, a la vez, una distancia inconmensurable entre sus visiones del mundo. Sin embargo, esta clasificación entra en crisis cuando desplazamos el foco de atención: si dejamos de mirar las banderas ideológicas (el “qué”) y observamos detenidamente la práctica política (el “cómo”), el mapa cambia radicalmente. Al realizar ese ejercicio, vemos que esa línea aparentemente recta, suele curvarse hasta formar un círculo o, más precisamente, nos revela que el mapa puede adquirir otro relieve.
En efecto, en el punto donde la metodología deriva hacia la violencia verbal, simbólica o directa, cuando la propuesta es excluyente y el estalinismo se naturaliza, los opuestos horizontales se tocan y se hunden juntos. La tesis fundamental que debemos afrontar es que la verdadera grieta política ya no es horizontal (izquierda contra derecha), sino vertical. Abajo, en el subsuelo de la calidad institucional, habitan quienes degradan la política a un mero ejercicio de fuerza. Arriba, en un plano ético superior, están quienes hacen del respeto la base innegociable de su construcción. Desde esta óptica, la identidad de una fuerza política no se define por la utopía o el programa que promete, sino por la estatura ética de la metodología que emplea. Cuando una fuerza —ya sea nueva o vieja, roja o violeta, nacional o provincial— utiliza herramientas que avasallan la dignidad del otro, desciende inevitablemente en este mapa vertical hasta que las etiquetas pierden todo su significado.
Si observamos la historia y el presente, notamos una coincidencia inquietante en la zona inferior de lo que estamos graficando: el autoritarismo no tiene color político. Tanto en los regímenes totalitarios de raíz marxista como en las dictaduras de corte fascista o en los populismos contemporáneos, la metodología es la verdadera ideología. Comparten la necesidad de suprimir al que piensa distinto, transformando al adversario legítimo en un enemigo existencial. Buscan el control total, a menudo rozando la psicopatía, donde el narcisismo y la mentira sistémica se constituyen en rasgos clave. En este nivel tan bajo, para la víctima de la persecución o la censura es irrelevante si la justificación viene de la “justicia”, de la “patria” o de la “libertad”; el resultado fáctico es, indefectiblemente, el mismo: la deshumanización, el desprecio, la barbarie.
Por el contrario, la democracia emerge en la cima del eje vertical como una posición de resistencia ética. La democracia es, en esencia, la institucionalización del respeto. Este respeto jamás debe entenderse como una mera fórmula de cortesía, sino como la infraestructura misma de la convivencia: es el reconocimiento de que el “otro” tiene una legitimidad ontológica para existir y para pensar diferente. Mientras que “abajo” impera la lógica de la verdad única y la aniquilación, “arriba” se asume la imperfección de las ideas propias y la necesidad vital del disenso.
Este nuevo mapa nos obliga a redibujar nuestras alianzas. La afinidad política ya no debería buscarse solo en quienes votan lo mismo que nosotros, sino en quienes, aun pensando distinto, están dispuestos a defender las reglas del juego que nos permiten convivir y construir comunidad. La verdadera frontera separa a los arquitectos de la convivencia (arriba) de los ingenieros del caos (abajo), concepto, este último, que deliberadamente tomo prestado de Giuliano da Empoli.
En conclusión, estamos frente a una paradoja muy reveladora. Aquellos que, desde extremos opuestos, comparten métodos de desprecio y anulación, son en la práctica idénticos aunque vistan camisetas de colores distintos. Resulta evidente, entonces, que la única característica que valida a una fuerza política es su capacidad para escalar en el eje del respeto. Si la metodología es el mensaje, la forma en que tratamos al disidente es lo único que define nuestra verdadera ubicación en el mapa.






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