Asedio al periodismo

Opinión06/06/2025 Por Pedro Pesatti (*)
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En tiempos donde la verdad se ve asediada por algoritmos, y las redes sociales se transforman en trincheras de odio, cancelación e intolerancia, el periodismo libre adquiere un carácter vital: es la última frontera de la conversación pública racional. En efecto, cuando los gobiernos descreen de la democracia y fracasan en su intento por controlar la realidad, no ahorran esfuerzos por colonizar su interpretación sin medir en la barbarie. Y en esa deriva autoritaria, los medios de comunicación se convierten en el blanco preferencial de una ofensiva que ya no busca solo disputar el sentido de los hechos, sino redefinir —con brutalidad— los límites de lo decible.

El periodismo argentino atraviesa, hoy, una embestida sistemática. No se trata de una tensión episódica, ni de un malentendido coyuntural con ciertas líneas editoriales. Se trata de una estrategia integral. El oficialismo ha resuelto no tolerar ninguna manifestación periodística, incluso aunque no le sean hostiles como sucede en la práctica. La consecuencia es una dinámica metódica de disciplinamiento: estigmatización pública, desfinanciamiento deliberado, asfixia económica y construcción de una única narrativa, sin matices ni contrapuntos. Ya no se intenta disputar con la prensa: se busca suprimirla como actor legítimo del sistema democrático.

Este fenómeno no es novedoso a nivel internacional. Venezuela ofrece un antecedente elocuente: Nicolás Maduro cerró medios, persiguió periodistas y construyó una hegemonía comunicacional al servicio del régimen. En Hungría, Viktor Orbán subordinó más del 80% del sistema mediático a sus intereses, desplazando a la prensa crítica con fondos estatales. En Turquía, Recep Tayyip Erdogan transformó a los periodistas en acusados sistemáticos bajo cargos de terrorismo. En Nicaragua, Daniel Ortega y Rosario Murillo directamente desmantelaron el sistema de prensa: cerraron redacciones, expropiaron radios y encarcelaron comunicadores. En todos los casos, el patrón es el mismo: a medida que se debilita la prensa, se consolida el poder sin control y sin democracia. 

La versión argentina del asedio introduce, sin embargo, una innovación: la construcción deliberada de un ecosistema paralelo. El Estado no sólo castiga medios disidentes; también financia e impulsa voceros afines —influencers, emisoras subsidiadas, plataformas digitales diseñadas para destruir reputaciones—. El objetivo es claro: reemplazar al periodismo profesional por una narrativa emocional, polarizante, regida no por los hechos sino por la necesidad de adhesión ciega. Una política de demolición simbólica que reemplaza el dato chequeado por el invento, la fábula y el engaño.

En este contexto resulta imprescindible evocar la figura del gran periodista George Seldes, el primero en advertir cómo el poder económico buscaba convertir a la prensa en un instrumento para manipular a la opinión pública a favor de sus intereses. En Los Amos de la Prensa, su obra más célebre, describió cómo los grupos empresariales perfomaban el contenido periodístico para modelar los discursos públicos según sus necesidades. La novedad actual, en la Argentina, radica en que ese proceso de captura ya no se limita solo a los grupos económicos: es el propio gobierno quien asume el rol de ariete, disciplinando, financiando, silenciando y decidiendo quién puede hablar y quién debe callar al servicio del gran capital. Y en su proyecto, la prensa -sin discriminación- es un estorbo. Las redes son su apuesta y actúa como el pescador que las teje pacientemente para capturar a sus peces.

El periodismo, desde esta perspectiva, es mucho más que adversario del relato oficial: es un obstáculo, una sobra de otros tiempos. Por esa razón, se intenta vaciarlo de credibilidad, reducirlo a una caricatura interesada y desconectada de la gente. El ardid es hábil: mientras se erosiona su legitimidad con acusaciones genéricas —“la casta periodística”, “la prensa ensobrada”—, se refuerzan los canales de propaganda emocional con estética de espontaneidad. En ese proceso, lo que se elimina no es la crítica: es la posibilidad de que esa crítica esté fundada en hechos verificables. Se desactiva la función analítica de la prensa al mismo tiempo que se naturaliza su reemplazo por discursos binarios, exentos de complejidad, impermeables a la duda y profundamente hostiles al disenso.

El deterioro institucional es inmediato. Sin prensa libre, se extingue la capacidad ciudadana de controlar al poder. Por eso, el periodismo, una profesión como tantas otras, es además un ejercicio republicano de control, una plataforma de verificación de los actos de gobierno, un espacio donde los hechos se organizan y se hacen inteligibles para la ciudadanía.

El Día del Periodista ofrece, en este contexto, algo más que una efeméride: es una oportunidad política para reafirmar el valor fundacional del periodismo en la arquitectura democrática de nuestro país. Una república sin prensa es una república sin oxígeno. Por lo tanto, garantizar medios libres y periodistas independientes es una cuestión esencial para la democracia. Es, en definitiva, el modo más eficaz de consolidar un sistema político con ciudadanos activos, informados y capaces de cuestionar el poder desde la racionalidad y la luz del libre discernimiento. 

Inspirarnos en el carácter de Mariano Moreno, en este Día del Periodista, es un gesto conmemorativo pero a la misma vez es una decisión ética. Moreno no concebía al periodismo como un espejo pasivo de los hechos, sino como una herramienta activa para sacudir conciencias, desarmar privilegios y organizar la inteligencia. Su pluma no fue complaciente ni equidistante: fue un instrumento de combate al servicio de la libertad y la independencia. Por eso  incomodó como político, como intelectual e incluso como prócer. 

Frente a un gobierno nacional que no tolera el disenso y que confunde autoridad con unanimidad, la mejor forma de honrar esa tradición es defender el periodismo con coraje, con rigor, con vocación republicana. En la pluma de Moreno estaba el germen de una nación deliberativa, no de una nación obediente a quienes, desde siempre, pretendieron ser sus dueños con el sesgo folclórico de un patrón de estancia.

(*) Vicegobernador de Río Negro

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