(*) Por Leandro Berraz

El Estado soy Yo

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“El Estado soy yo” (o L’État, c’est moi) es una frase apócrifa harto conocida, expresada por Luis XIV en 1655 en el Parlamento de París, que simbolizó una identificación -más bien, una indiferenciación- del Rey con el Estado en una época de Monarquías Absolutas.

Hoy, dicha expresión secular, se utiliza como una expresión para metaforizar sobre los liderazgos mesiánicos, aquellos que aparentemente están por encima del Estado e, inclusive, de sí mismos. Son liderazgos dispuestos a imprimir un sello tal en la memoria colectiva de una sociedad, que los partidos, las instituciones y distintos tipos de agenciamientos sociales quedarían en el olvido, en retrospectiva.

Hubo en Argentina, durante dos décadas nada menos, un cuerpo político dispuesto a llevar a cabo esa tarea, ante una sociedad desahuciada, luego de sendos ciclos de amores y desencantos. Así que, apareció un liderazgo refundacional, revisionista y reproductor de una metodología de recreación del sentido común que impactó inequívocamente en la sociedad, elucubrando un discurso, a mí entender, temeroso e inexorablemente insidioso para una República aciaga y débil.

La República Argentina es lamentablemente débil. Y no me refiero a la producción social en ninguno de sus aspectos y matices. Su debilidad es menos una cuestión de fuerza y vigorosidad en la creación, y más un ahínco en su necesidad de ir desde un péndulo hacia otro, deshaciendo las agendas programáticas pasadas, y rehaciendo, desde cero, las proyecciones políticas futuras. Una creatio ex nihilo. Un cambio de 180°.

Todo en Argentina es épico y debe serlo. La argentinidad se constituye sobre una base de epicidad memorable. Aunque no es que lo épico sea necesariamente causa de los extremismos acuciantes e incesantes que nos aquejan, sino que, en el atolladero de lo que nos supera, oníricamente nos disponemos a reiniciar de nuevo el zeitgeist de la Historia.

Quiero decir, pareciera que nuevamente puede y debe irrumpir una figura mesiánica a la vida política argentina, después de veinte años de una apropiación inicua del Estado y sus distintos organismos por ese cuerpo político que hemos dado en llamar kirchnerismo. Personalmente creo que al kirchnerismo le importó menos el bien común, y más su capacidad de sobrevivir al Tiempo y su incorruptibilidad, llevándose impunemente todo por delante.

En ese sentido, está claro que, de no alertar y resolver asuntos que deben ser parte de una agenda política mayor -del Estado, precisamente-, esto sucederá una y otra vez. De ahí el renacimiento del sentido común social. Un sentido común que, ahora, ha de configurarse como en el del “no-Estado”.

El kirchnerismo creyó no solo que podía crearse y destruirse a partir del Estado como si de un juguete se tratara, sino que, además, todo lo hizo en nombre de sí mismo. Todo aquello que el kirchnerismo hizo y deshizo fue, en sus palabras, gracias a sí mismo, y se convirtió así en el único y “último” garante de la decisión a partir y a través del Estado.

Aquello es curioso, porque, dado justamente el Tiempo, finalmente esa fue la causa de su propia destrucción. Un ejemplo claro de aquello es el del “voto joven”. Una ley promulgada durante el período kirchnerista, a partir y a través del Estado, que, años después, y producto de una incapacidad desastrosa en la gestión de los recursos estatales, le jugó en contra electoralmente. (Por supuesto que el kirchnerismo sigue arrogándose el “voto joven”, como lo hace con tantas otras cosas).

En esta reconfiguración llamativa pero no menos entendible del “no-Estado”, apareció justamente un liderazgo antinómico de la delimitación práctica del kirchnerismo, que produce el golpe final a un clima de época de dos décadas, y que se dirige a deconstruir y/o desarmar lo que se entiende precisamente por Estado, en una suerte de raciocinio revolucionario.

Y es entendible en el actual estado de cosas precisamente porque somos un país pobre, no rico. Y aún así, el kirchnerismo continúa negando los motivos de su desgranamiento electoral y el ¿mileísmo? puja cada vez más por tomar su lugar en los razonamientos comunes sobre el Estado y su eficiencia, desde un minarquismo desequilibrado, estéril e impotente, y en minoría legislativa.

Milei, paradójicamente, encarna la metáfora de “El Estado soy Yo”, aunque con intenciones de destruirlo. Pareciera una aventura inverosímil y vana, aunque una parte considerable de la sociedad evidentemente cree que es hora de quitarse la gigantesca roca sisifeana del Leviatán, acaso para sentirse más libres económicamente, acaso para que no les bajen una línea política diciéndoles lo que tienen que hacer, acaso porque simplemente quieren vivir mejor y porque la nueva narrativa actúa como una gran ola que, por inercia, los lleva hacia un “novedoso” lugar desde el nihilismo político presente, mediante un fuerte discurso anti-sistema. El Estado es gigantesco, y, aún así, pareciera no asegurarnos nada.

En el medio, curiosamente, se sitúa otro cuerpo político de carácter demo-liberal, aunque no menos beligerante, pero sí con una tonalidad más equilibrada entre uno y otro extremo, dispuesto a hacer transformaciones severas, lo cual, creo, no es producto de un oportunismo chato, sino porque, por un lado, la realidad así lo demanda y, porque, como decíamos, el zeitgeist hoy es otro. Se vislumbran vientos de cambio en el horizonte.

Así que, hay tres fuerzas políticas importantes disputándose el poder (Unión por la Patria, Juntos por el Cambio y La Libertad Avanza) para, a partir del Estado, subyugarlo, equilibrarlo, o marginarlo, y desde allí generar una nueva proyección política, siendo muchas las posibilidades de aquí a octubre. La tarea de convencimiento es, por demás, difícil, y el electorado cuenta con mucha más información en la era del Big Data para elegir cuál de ellas es la mejor y más conveniente opción para los próximos años.

En un escenario incierto, de pesadumbre y con los ánimos enardecidos, la sociedad decidirá hacia dónde quiere ir y cómo pretende hacerlo, no sin tensión y desorden, en los albores de una nueva época.

(*) Licenciado en Ciencias Políticas